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La primera vez que fui a un crucero (y no me resultó ‘viejuno’)

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Los cruceros de ahora son mucho más modernos que los de ‘Vacaciones en el mar’.

Hace unos años decidí que iba a empezar a decir que sí a todos los planes que surgieran, aunque no tuviera muchas ganas o aunque tuviera algunos prejuicios. En esas sigo y mi vida, desde que digo “sí, sí… que sí”, ha mejorado mucho. Eso es verdad. El caso es que hace unas semanas me invitaron a un crucero en el barco más grande del mundo. ¿Cómo? ¿Un crucero? ¿Pero eso no es para recién casados o jubilados? Buf, qué pereza un crucero. Allure of the Seas, el nombre es bien bonito, eso es cierto. Y el Mediterráneo y Roma siempre son sí, no hay que proponérselo. Seguía sin saber muy bien qué contestar. Hay regalos que intimidan… ¿Qué? ¿Siete barrios? ¿Cómo va a tener siete barrios un barco? ¿Qué me dejan la tabla de surf allí? ¿Un simulador de olas? ¿Que podré lanzarme en tirolina? ¿Practicar patinaje sobre hielo? Pero, a ver, ¿en el barco? Sí, en el barco, claro.

Se me quedó cara de paleta. De verdad, un poco. Digamos que mi curiosidad no había llegado nunca hasta la pregunta ¿Qué hace la gente en un crucero? Creo recordar que, de pequeña, en casa se veía Vacaciones en el mar y que aquello era un follón y todos eran de color naranja. Y luego claro, Titanic, ¡quién no ha visto Titanic, por el amor de Dios! ¡Cómo es posible que te sorprenda que en un barco de pasajeros se pueda hacer de todo!  Un momento ¿Titanic? ¿Leo y Kate? O sea ¿Jack y Rose? ¿la primera travesía del barco más grande del mundo en 1912 y la primera travesía desde España del barco más grande del mundo en 2015? Ay, ¿y si se hunde? ¡Cómo se va a hundir! ¿Y si SÍ se hunde? ¡Cómo se va a hundir! ¿Y si se hunde justo porque voy YO y a MÍ todo el rato me pasan cosas cuando viajo?

–Que sí, que voy. Muchas gracias. Y colgué.

Lo segundo que hice mal, además de dudar, fue la maleta. No lo pensé mucho. Y, como me había mentalizado para no volver a pensar en el Titanic ni para recordar sus momentos suntuosos, no se me ocurrió meter unos tacones, o unas lentejuelas, o algo para la recepción con el Capitán y la cena formal. Así que improvisé un atuendo con el kimono que, en realidad, forma parte de mi pijama favorito. Quedó muy resultón y creo que nadie más notó que fui a cenar en bata. Prueba superada. Ahora, a disfrutar sin rigores estilísticos.
Leona

Como en bata no me parecía prudente saludar a aquel señor tan solemne, decidí sentarme en un agradable bistró a tomar un café. Bueno, vale, a tomar un gin tonic. Comprobé qué significa la etiqueta para un montón de nacionalidades y pasé un par de horas observando los maravillosos trajes coreanos, los kimonos, los saris y los kaftanes de cientos de invitadas. También pude repasar las últimas diez temporadas en tendencias para madrinas que, sin lugar a dudas, llevaban las pasajeras españolas. Y vestidos con de todo (asimetrías, lentejuelas, tornasolados, pedrería, vuelos, ceñidos, cordones, cinturones, fajines…) en los que siempre creí reconocer a una norteamericana dentro. Disfruté mucho ese rato. Me daba la risa con algunos modelos imposibles y eché mucho de menos a mis amigas para reírme con alguien. Pero como además de cabrona  crítica en cuestiones estilísticas también aspiro a ser buena persona, me pellizqué la mala uva y acabó pareciéndome de una ternura infinita lo contentas que iban aquellas señoras a saludar a jefe de lo que un compañero de viaje definió como “la gran experiencia bling-bling si exceptuamos las bodas”. Y me las imaginé disfrutando del viaje desde las vísperas, mientras hacían la maleta, no como yo. Señoras 1. María 0, pensé. Bien por ellas.

Otra cosa que hice mal fue tomarme a la ligera el simulacro de emergencia para huéspedes. Entendedme. Un naufragio no cabía en mis expectativas, de modo que hice como que iba pero me perdí (clásica jugarreta de tu mente -medio intencionada, medio no intencionada- cuando quieres evitar algo). Y una vez perdida, decidí quedarme quieta con otras personas que, por lo visto, tampoco tenían muy claro cuál era su punto de encuentro en caso de hundimiento. Fue un error, claro. Por un lado, vengo de un crucero y no sé cómo salir de él a menos que atraque. Por otro, al rato llamó a mi camarote una amable señorita que me entregó una carta firmada por media tripulación en la que se me convocaba, responsablemente, a otro repaso del simulacro… pero a las 8 de la mañana del día siguiente. ¿Pero cómo me han pillado? ¿Habré ligado ya con algún guapo marinero que me ha echado de menos y no soy consciente? Qué va. No sé qué de una identificación electrónica. La convencí de que había estado donde no me tocaba, pero que lo tenía todo clarísimo porque he crecido en la costa rodeada de barcos, pequeños, sí, pero barcos al fin. Recurrí a la táctica de aburrir al enemigo con explicaciones para que se fuera. No creo que se creyera mis argumentos pero me ahorró el madrugón. Hay gente agradable en los barcos.

Volviendo a la maleta, lo que sí llevaba en ella eran libros. Demasiados para tres días y completamente inútiles. Porque la primera vez que haces un crucero lo suyo es investigar qué se cuece por allí con el anonimato que da compartir espacio con ¡7.000! personas. No los abrí, no me dio tiempo. Por supuesto, tampoco me lancé de babor a estribor en tirolina, ni hice surf. Pero pude pasear por jardines alucinantes y asomarme a mi balcón para oler el mar. Había tantos restaurantes que he estado a punto de cumplir con la leyenda que asegura que siete días de crucero equivalen a un máximo de 7 kilos y un mínimo de 3. Decidí no ir al encuentro de solteros (esta gente de los cruceros está en todo) pero porque había una función de teatro interesante, y luego un seminario sobre salud, y luego jazz.

Para cuando llegamos a Roma, mis prejuicios con el universo de los cruceros no habían desembarcado. Haber dicho “sí” en esta ocasión, como en las anteriores, me ha devuelto una experiencia que agradezco haber tenido. Y en mayo 2015 y conmigo a bordo, el barco más grande del mundo no se hundió.
Leona

 


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